A veces las palabras saltan como liebres. Las de aquella mujer mayor que me vendió un vestido gris años sesenta lo hacían como liebre campera, conduciendo a las palabras de salto en salto, de un lado a otro, de la cooperación al desarrollo a la reflexología podal, del carpe diem a la moda XL, de los robos famélicos al frio de algunos inviernos en El Escorial. A veces las palabras resumen una vida. Ocurre cuanto una sentencia «soy feliz» o cuando otro asegura «me he convertido en una piedra». ¿Cómo no querer saber más ante ante tan elocuentes palabras? Una vieja amiga a la que llamaré Petunia, por ejemplo, las emplea maravillosamente, las palabras. En cierta manera las amasa como pequeños ñoqui de patata, las redescubre de otros idiomas y las presenta a la sociedad hispánica tras un breve pulido que las deja sin una sola arista. Mi esposo, en su propia línea, las rescata del olvido rural, esas sí, palabras como liebres más literales que metafóricas, del tipo que acaban recopiladas por seguidores de Delibes en libros titulados «Gentilicios de los montes de Cuenca«. Mi hermano suele hacer malabares con las palabras que en sus manos centelleaban como naranjas o bolos brillando al sol en un semáforo cualquiera de nuestras vidas asfálticas. Palabras, palabras, palabras, que llenan como liebres juguetonas la habitación y se mueven lo bastante como para atraer la atención, con suerte emocionarnos, aportar significado al fatuo momento o como mínimo tender puentes que nos ayuden a no pisar los charcos.
