¿No os parece, a veces, que hay palabras que llevan una hache, como molesta, y otras palabras que no la llevan, en cambio, parece que la necesitan? Por ejemplo, la palabra historia y la palabra caos. Le encuentro más sentido a historia como story, en inglés, y caHos con una hache mayúscula intercalada. Quizás penséis que todo esto es irrelevante, una construcción paralingüística innecesaria. Pero, sé que me entendéis cuando digo que las palabras son importantes, cuando insisto en que, si no empezase por aquí, entonces, no estaría describiendo quien soy yo exactamente. No os estaría contando mi (h)-istoria sin hache.
Porque las palabras cuentan, son balsámicas. A veces dagas o envolturas suaves. Al salir por la boca o entrar en nuestro cerebro, liberan o emocionan, definen. Todo es inaprensible hasta que es escrito o nombrado y a menudo, cuesta distinguir lo que pasó realmente, de la manera en la que la historia es contada. Por lo que nuestra (h)-istoria es lo que contamos, las palabras elegidas y su evocación, el ritmo que resuena y sus ondas expansivas.
Luego están los números. Dice mi terapeuta (qué clase de humana postmoderna sería si no lo tuviera) que soy un eneatipo dos dominante, el ayudador y el que quiere ser amado. Yo me resisto a creerlo. Me identifico más con el cuatro individualista porque durante los años de mi infancia, apenas salí y mi cuarto. Lo imprescindible. La socialización familiar básica. Unas vueltas en la bici en verano, las extraescolares de baile y de judo, la comida, la ducha y el baño. Mi hermano aún me guarda rencor por ello. Prefería mil veces estar sola en mi habitación, con la puerta cerrada, a desplegar su ejército de clics de Famobil y pasear al hámster en el coche teledirigido. En mi habitación pasaba todo lo interesante, la vida en el universo imaginario de Wise City (así se llamaba mi civilización), las grabaciones musicales, las audiciones de Flashdance y los disfraces. Madonna. Alaska y Mecano. Además, en el cuarto estábamos la Olivetti verde de mi abuela y yo. Un paraíso autosuficiente.
Digamos también que la palabra drama, en su sentido de teatralidad, me ha definido hasta casi los 30. Una etapa que el jefe de prensa de mi primer trabajo zanjó cuando nos despedíamos, poniéndome los galones en la solapa con una chapa que decía: NO MORE DRAMAS. Me sentí tremendamente comprendida con ese gesto. Desde luego, debo dejar claro que estoy hablando de un modo operístico de interpretar la realidad, ya que, objetivamente, mi vida era de lo más normal. Buena estudiante, vivía en un tranquilo barrio residencial, con familia estructurada que lideraban un economista de cierto éxito y una ex maestra muy creativa y coqueta, dedicada a las tareas del hogar. Mi hermano pequeño y yo, completábamos el cuarteto. O sea, que no me ha perseguido la tragedia ni la fatalidad. Que no he sido fea, ni pobre, ni contrahecha, lo que no ha impedido desarrollar todo tipo de complejos de poca monta y terrores de baja intensidad, a cuya superación he dedicado largos años de auto conocimiento y aceptación (esa palabra).
Si acaso un primer amor fallido intensificó esta condición excesiva y desbordante, de forma que el gótico romántico me acompañó más de una década, haciéndome creer que lo especial era, de por sí, oscuro. Un abismo en el que quieres caer. Y no. Esa dualidad de querer caer al vacío y a la vez, sobrevivir, de amar con mayúsculas imposibles, me hizo rechazar incontables veces el amor en apariencia sencillo, ese que te regala flores, una cinta de música variada o te pone un caracol en el zapato.
Con el tiempo dejé de complicarlo todo. Resultó más fácil de lo que imaginaba. Ja. Pero durante bastante tiempo lo fácil fue sistemáticamente desechado. El concepto moderno de fluir, en aquel tiempo para mí equivalía a dejarse llevar por la corriente. Y yo quería ser especial. Tenía el mandato interno de preservar esa cualidad intrínseca. Yo leía a Kundera y respiraba tranquila. Había una levedad insoportable también para otros. Terminaba un libro de Hesse y me decía, ves, en la insondable hondura habita el valor y el sentido de la vida. “Saca-conclusiones”, me llamaban mis amigas de Canarias, donde viví los años de instituto. Mi cabecita no paraba quieta. Me sentía en manos del destino y el destino era mi naturaleza. Me ahogué en aquella isla hermosa donde fui tan feliz y una vez enamoré a todos, salí corriendo, nadando, volando. Terminé haciendo teatro con mormones en Salt Lake City, Utah. Perdí la fe. Engordé 10 kilos.
De vuelta a Madrid accedí a una importante revelación: las emociones se educan, los kilos se pierden y las naturalezas inmutables no existen. Somos creadores de lo que vendrá. Víctimas de nuestros sueños reiterados. Escribía y leía sin parar. Literatura. Fantasía. Diarios íntimos. Hasta las traseras de los botes de champú las he leído con fruición. Obritas de teatro. Poemitas crípticos. Desgarradas ñoñeces.
Luego llegaron más lecturas. La universidad con los autores y sus citas. Las conversaciones de pasillo. Los debates. Los cantautores. El rock. Había un mundo ahí fuera, detrás de la puerta de mi cuarto. The Doors. Un mundo de ideas y personas. Me gustaban demasiado y me gustaban todas. Me gustaba Platón y me gustaba Kant y me gustaba Marx. Me gustaba el liberalismo y el idealismo utópico. Me gustaba estar con Ana, con Luis, con Eva, con María, con Nacho, con mi hermano, mi madre, mis maestros. Con todas esas almas he conversado hasta el amanecer. Conmigo misma. La conversación me educó tanto o más que la lectura y los juegos abstractos de la infancia. Me ha sacado de mí, abriendo las puertas de la percepción y desplazando el epicentro. El milagro de la traslación.
Yo debí sembrar mis sueños sin hacer ruido porque fui recogiendo sus frutos en los años posteriores. Los frutos de la pasión y la energía vital. Encontré un amor sencillo, de un verde agua transparente, con el fondo egregio de inmensas piedras, un tipo de composición en la que la cascada por la que fluía mi esencia, podía ser recibida. Mi sentido del drama quedó básicamente contenido en una suerte de piscina natural.
También logré dar clases en mi facultad, explicando el poder y sus metamorfosis. Comprendí que era posible vivir escribiendo en todos los formatos posibles. Poniendo las palabras al servicio de todas las causas. Para comunicar, ganar elecciones, vender aire acondicionado o reputación. Palabras flotando en las Cortes Generales y atravesando el pasillo de Pasos Perdidos. Palabras como escudos, punzones o caricias. Palabras como antorchas para acompañar a mis hijos, cuando llegaron, en su propia aventura. Antorchas frente al miedo a la oscuridad o el silencio.
Yo tenía esa habilidad de encontrar las palabras. Y durante años he sentido que esa es mi Pampa, mi lugar en el mundo. Me han permitido hacer las paces, dar explicaciones, confesar mi amor y mis errores. Por ahí estoy abierta hoy aquí, en forma de blog.
Así que subiré a mi azotea a ver Madrid y allí perderé la vista, porque el futuro es ese skyline con el perfil desenfocado (como Harry). Tengo claro que seguirán pasando las cosas que pienso que pasarán, tal y como ha sido siempre. Sin casualidades bobas, sino con la certeza de que quien siembra zanahorias, recoge eso mismo. Sembraré palabras, en realidad. No tengáis duda. Y con ellas, en la yema de los dedos, llegaré, paso a paso, a donde voy, porque ese es el hilo conductor de toda la (h)-istoria.
Después de leerte, apetece un café contigo.
Gracias Anna. Cuando quieras, el universo no nos puede negar ese pequeño placer.